El alma resiliente - Primera parte


Primera parte

En un lugar próximo a Gardenia, de cuyo nombre pocos se atreven a hablar, coexistían dos almas muy particulares. La primera, caracterizada por la inteligencia, la valentía y la resiliencia, encontraba su expresión formal a través del cuerpo de una adolescente con los rasgos propios de la edad, pero cuya mirada transmitía la fuerza de una auténtica luchadora. La segunda, encerrada en el cuerpo de quien ha experimentado todo tipo de aventuras y adversidades, se había alejado de su espíritu más intrépido para abandonarse a los brazos de quien aboga por la tranquilidad de la monotonía y los ritmos sabiamente marcados. Esta permanecía en el cuerpo de un docto y testarudo señor con el que apenas se podía conversar. Su extensa trayectoria vital le había proporcionado un carácter rudo y reservado, cualidades que él astutamente empleaba para mantener la calma y la atemporalidad en el día a día. En definitiva, allí convivían dos ánimas muy distintas entre sí, pero hermanadas en una longevidad juvenil (o una juventud anciana) fuera de lo común.

El hábitat natural de ambas personalidades lo conformaba un lugar de tamaño algo más pequeño que el de una ciudad, denominado la ciudadela de Null. Su apariencia podría asemejarse al más atractivo destino de un catálogo paradisíaco; sin embargo, la ausencia de habitantes en la citada fortaleza tornaba el ambiente idílico en un auténtico espacio desértico dominado por el silencio y la inactividad.

Como cada mañana, Ánima, el alma joven, permanecía atenta detrás de los grandes ventanales del despacho de su padre, el señor de Null, expectante al encuentro de este con el habitual proveedor alimenticio de la pequeña familia, el arconte del Sello de la Cebolla, un distinguido señor de Gardenia, el país de los Sellos Vegetales, que había tenido el atrevimiento, hacía un tiempo atrás, de intercambiar una serie de palabras afortunadas con el alma vieja de Null, y a quien este último adjudicó el título de aprovisionador.

Desde luego, aquella fue una situación excepcional, pues el señor de Null muy eventualmente solía pisar una tierra que no fuese la propia alcazaba. Precisamente para evitar semejante hecho, el padre de Ánima decidió realizar un contrato de mutuo acuerdo con el citado arconte:


 «El arconte del Sello de la Cebolla podrá atravesar el bosque siempre que su propósito y resultado sea proveer de alimentos a la familia de Null o regresar a Gardenia tras cumplir con su cometido».


El convenio era sencillo y muy claro, pues relataba explícitamente el deber del proveedor escogido. Sin embargo, le pueden llamar la atención a usted, como lector, las siguientes palabras del contrato: «atravesar el bosque». ¿De dónde ha salido esta arboleda? El país de los Sellos Vegetales quedaba separado de la ciudadela de Null gracias a un frondoso bosque y a la gran muralla que lo circundaba y acotaba. A simple vista, recorrer unos cuantos kilómetros de especies vegetales y aromas variados no debería suponer un problema y dicha parte del contrato podría obviarse. No obstante, mi querido lector, desconoce usted los entresijos de la densa foresta si cree que un gardenio saldría con vida tras adentrarse en el lugar, donde el espacio-tiempo no discurría y el aire, igualmente estancado, brillaba por su ausencia.

Los habitantes del país de los Sellos Vegetales no estaban familiarizados con el poder de la naturaleza de aquel perímetro forestal, ni con la ausencia de aire, tiempo y espacio predominantes en su seno. Quien tuviera el coraje de curiosear por aquellos lares tendría que renunciar en primer lugar, a la vida; en segundo lugar, a la posibilidad de ver un nuevo amanecer, atardecer, o cualquier fenómeno temporal, y en tercer lugar, a la oportunidad de avanzar unos pasos y no volverse loco en el intento. Pasear por el bosque sería algo así como penetrar en un laberinto sin entrada ni salida, recorriendo los mismos pasillos una y otra vez, al tiempo que la ausencia de aire vencía al más astuto de los merodeadores para sumergirlo en una ahogante trampa mortal. De ahí la importancia del portador del contrato y la astucia del señor de la ciudadela de Null en haber situado su pequeño imperio más allá del bosque poco venturoso.

En fin, la localización estratégica de la ciudadela de Null es un hecho insólito, pero gracias al cual se producían citas periódicas muy singulares que parecían verdaderas ceremonias, tan misteriosas como discretas, y que no suponían peligro alguno en el porvenir de la ciudadela.

Con un protocolo bien marcado y establecido por el señor de Null, el intercambio de intereses venía precedido de un fugaz saludo, sin grandes ostentosidades, seguido del trueque de productos y finalizado por una despedida austera, pero manteniendo los límites de una simpatía que asegurase la próxima llegada del repartidor.

Aparte de los citados encuentros en la muralla de Null, no había gran cosa por hacer. El alma más joven, Ánima, pasaba las jornadas sin pena ni gloria. Y es que la pena solo desaparecía cuando canturreaba algunas canciones inventadas con el gran poder imaginativo que poseía la joven. La gloria, por su parte, llegaba escasamente cuando lograba entonar la canción en la tonalidad exacta, reproducida sabiamente en su cabeza. Además de esta, otra emocionante actividad que practicaba la cantante se reducía a la expuesta unas líneas justo arriba, esperar la ansiada llegada del arconte del Sello de la Cebolla.

El motivo principal del entusiasmo de la joven tomaba como razón el desciframiento de la identidad del repartidor. El «señor don rey del palacio», tal y como ella denominaba a su propio padre (entre otros muchos motes), guardaba con recelo la descripción del arconte. Al fin y al cabo, la discusión sobre su persona era la única manera de mantener un ligero intercambio de palabras con su hija, pese a la intensidad que estos solían tener.

—¡Pero qué te cuesta decírmelo! ¿Por qué tanto secretismo con ese señor? Uuuuh, espera. Ya sé. ¡No es humano! ¿Es una de esas criaturas sobre las que se especula en Haliferol? —preguntó una Ánima insistente.

—Ánima. Basta. Esa pregunta ya ha sido contestada en numerosas ocasiones —sentenció un padre poco hablador.

—Claro que ha sido contestada, «don señor yo lo sé todo y mantengo el secretismo absoluto». Aún no puedo creer que se mantenga esa relación paternofilial entre nosotros. Apenas hablamos, y cuando lo hacemos, ¡mira lo que pasa! Y todo por tu estúpido afán de permanecer misterioso. ¡Pues ya no me interesa el secretito! —respondió Ánima alterada.

Tras un breve, pero vívido encuentro, padre e hija guardaron una consecuente distancia física (y mental), prosiguiendo con sus respectivos y anodinos quehaceres en Null. De esta manera, los esporádicos sobresaltos en la citada ciudadela y su peculiar atemporalidad contribuían, como de costumbre, a establecer las diferencias más marcadas respecto a la próxima Gardenia y a los habitantes de uno y otro lugar.

Tanto es así, que hacía mucho mucho mucho tiempo de una Ánima joven; es más, su propio cuerpo había entrado en un proceso de entumecimiento, donde cada célula parecía inmutable e intacta. Físicamente, Ánima aparentaba diecisiete años, pero en realidad tenía ciento catorce. Es por ello que su alma sentía en lo más profundo de su ser la pérdida de la vivacidad de su subsistencia, como si el lugar donde se encontraba, más que recibir el don del hogar, se hubiese transformado en una sensación de prisión y encarcelamiento.


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