El alma resiliente - Cuarta parte

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Cuarta parte

Después del momento de lucidez, los jóvenes comenzaron a trazar un plan de fuga.

—Vale, lo primero que debemos hacer es pensar cómo puedo atravesar el bosque, porque está claro que tú no tienes problema en esto —afirmó Ánima.

—¿A qué te refieres cuando dices que yo no tengo problema en cruzar el bosque? —preguntó el joven a fin de sonsacar algo de información.

—¡Amonio! Tú atraviesas diariamente la foresta y no mueres en el intento, ¿verdad? Anda, deja de hacerte el despistado. El otro día vi el contrato que nuestros padres firmaron para poder permitir al tuyo llegar hasta la muralla —informó una inocente Ánima.

—¿Ah sí? ¿Y qué decía? —preguntó intrigado el joven.

—Pues… aparecía escrito algo así como que el arconte del Sello de la Cebolla podía atravesar el bosque siempre y cuando nos trajese algún alimento, y que solo en ese caso podría volver a Gardenia. Pero vaya, me extraña que tu padre no te advirtiera antes sobre este pequeño gran detalle. ¡Quién sabe cómo hubieses acabado de no entrar en la arboleda con algún vegetal! —confirmó la joven.

—¡Claro que me informó, pequeñaja! Solo quería asegurarme de que no estabas fardando y que, efectivamente, habías leído el contrato. Bueno, ¿no sería mejor pensar adónde vamos a ir una vez salgas de esta prisión? —puntualizó Amonio, cambiando radicalmente el objetivo de la conversación.

—Mmmm, vaya. Pensaba que tenías un lugar en el que podría cobijarme hasta que pudiera mantenerme sin tu ayuda —replicó la joven.

—¡Y lo tengo! Pero necesitamos recursos iniciales con los que construir juntos algo más adecuado para nosotros —contestó Amonio.

—¿No podemos quedarnos en casa de tus padres hasta ese momento? Sé que nos conocemos desde hace poco, pero tu familia sabe quién soy, y eso podría contribuir a que me dejasen estar allí por un tiempo prudencial —propuso Ánima.

—¿Estás segura, Ánima? Mis padres te recibirían encantada, pero también podrían chivarse y descubrirte ante el señor de Null —advirtió Amonio.

—Eso no lo había pensado. Creía que tu padre, al estar enfermo y haber delegado en ti el título de arconte, haría que la posibilidad de un chivatazo fuera prácticamente nula, porque no tendría forma de llegar hasta aquí —respondió la joven desesperanzada.

—Ánima, tenemos que ser precavidos ante posibles fugas a nuestro plan. No podemos dejar ningún cabo suelto, ¿entiendes? Si mi padre te descubre y no está de acuerdo con tu estancia en Gardenia, ¿quién te dice a ti que no exista la posibilidad de que me quiten el sello? ¡Peligraría nuestro futuro juntos! Es preferible que hagamos algo por nuestra cuenta donde solo estemos tú y yo; será nuestro refugio privado, nuestro remanso de paz —alentó el joven.

—Te entiendo, Amonio, pero de verdad que no tengo ninguna base económica. La única riqueza que hay en Null son los tesoros que guarda la ciudadela desde tiempos inmemoriales —contestó Ánima con ingenuidad.

—Tranquila, Ánima. Podemos hacer una cosa. ¿Por qué no me pasas algunos de los tesoros de Null? Tu padre no podría pillarnos porque el intercambio será el mismo de siempre. Lo único que cambiaría sería la cantidad. Es una acción tan sutil que, en caso de que tu padre nos observase a través de los ventanales, no podría apreciar el cambio. Eso nos servirá y bastará para nuestro comienzo. Es sencillamente ideal. Además, yo mismo podría intercambiar los tesoros en Gardenia hasta hacerme con un lugar seguro para los dos —exclamó Amonio aliviado.

—¡De acuerdo! A partir de ahora este será nuestro nuevo lugar de encuentro. Mañana procura traer un saco del mismo color que la capa, así, cuando guardes el tesoro que tendré preparado para ti, lo podrás esconder en él, bajo la capa. De esta manera nos aseguraremos de que mi padre no pueda sospechar absolutamente nada. Yo me encargaré de escoger sabiamente los tesoros para no dejar ningún rastro. Amonio, prepárate, porque Ánima va a salir de la ciudadela de Null en menos de lo que imaginas —solventó una joven optimista.


Al llegar a casa, Ánima parecía estar algo más tranquila. Su padre, al percibir una sonrisa en su rostro, decidió entablar una conversación que no obtuvo su propósito inicial de desenterrar el hacha de guerra paternofilial.

—¿Y ese olor a cebolla? Parece que el jovencito sabe muy bien cómo engatusarte.

—¿Qué olor a cebolla?

—Quiero decir, parece que ese joven ha conseguido sacarte una sonrisa.

—Pero ¿qué dices? Si estoy igual que siempre ¿Acaso piensas que no tengo suficiente personalidad como para sonreír por mí misma? ¡Claro que no, porque alguien tiene que sacarme una sonrisa! —contestó la joven condescendientemente.

—Bueno, bueno, jovencita. Vaya carácter. Con ese tono pareciera que usted se encuentra en uno de esos días de dolor periódico.

—¿De dolor peri…? Mire, mi simpatía viene de serie, pero USTED y sus sermones de padre sobreprotector me están quitando la sonrisa, la libertad y toda oportunidad de crecer. De verdad, qué cosas tiene —respondió Ánima en tono severo.

Ante la respuesta de la hija, el rostro del padre era un auténtico poema. La situación en la ciudadela no solo no mejoró, sino que, además, Ánima sintió una cierta presión en su lenguaje no verbal, lamentándose por la espontaneidad de sus sentimientos recién formados.


A partir de ese momento, la gran muralla agrietada se volvió una auténtica aduana de intercambio de intereses. Mientras Ánima recibía, como cada día, la bolsa de alimentos, Amonio recogía, con sigilo y astucia, los ansiados tesoros de la ciudadela. Inconscientemente, Ánima estaba dando salida a auténticas reliquias de Null, algunas de ellas de un valor incalculable, tanto económico como sentimental.

En uno de los intercambios, Ánima percibió un cierto nerviosismo en Amonio, quien gritó desde lo alto de la muralla para que la joven no la escalase, sino que aguardara pacientemente abajo la llegada de una sorpresa. El joven trajo ese día una rueda vieja del trastero de su padre y la usó como polea para hacerle llegar a Ánima un regalo desde lo alto de la muralla. Esta, asombrada por la invención del joven y expectante ante el contenido del paquete, decidió hacerle caso y acoger, a su señal, el misterioso obsequio.

Al abrirlo, el rostro de Ánima lo dijo todo; la brillantez de sus ojos reflejaba el papel pentagramado, en hojas de piel de cebolla, usado como envoltorio de una cajita de madera. Dentro había un pequeño escrito y un cálamo: «Deseo que tu sueño de salir de esta cárcel se haga realidad. Toma este cálamo como herramienta y este papel como aliciente para que escribas tantos sueños imagines».

Amonio era consciente de los deseos más profundos de Ánima. Tanto es así, que no solo anhelaba su salida de Null y el comienzo de nuevas aventuras. Ánima había encontrado en otros ámbitos, como la música, un refugio para evadirse de la sensación de prisión en los largos y duros días donde pasado, presente y futuro guardaban un cierto paralelismo mimetizante.

Ese día Ánima se limitó a agradecer el detalle del joven entre lágrimas (no se sabe si fruto de la emoción o como reacción lacrimal al olor repugnante del envoltorio). Sin embargo, la joven descubriría más adelante la importancia de aquel detalle, pues activó en su perspicacia los primeros engranajes resolutivos sobre cómo podría poner un pie más allá de la muralla.


El señor de Null había amanecido con un pálpito un tanto extraño, como si algo dentro de él supiese, en cierto modo, que un inminente terremoto cambiaría las bases del núcleo familiar, marcando un antes y un después en la atemporalidad tan característica de la ciudadela.

Aquel día Ánima se dirigió a la cocina y desayunó, pero volvió a su habitación, rompiendo con el molde clásico del siguiente paso cotidiano: salir al terreno en busca de nuevos tesoros. La joven sabía perfectamente que su plan del día no respondía a una Ánima impulsiva. La planificación meditada de sus acciones, junto a su querido amigo Amonio, afloró en ella un sentimiento de culpabilidad con el que le fue difícil lidiar, al tiempo que preparaba lo esencial para sentenciar el punto y aparte de su historia en la no tan eterna prisión.

El padre de esta, por su parte, se hallaba en la cocina disfrutando de las tradicionales tostas de pruna. El hombre acostumbraba a hacer honor a uno de sus alimentos preferidos mientras untaba lentamente la mermelada sobre el pan.

Sin que la chica lo supiera, el padre solía coger el primer plato preparado del día para observar, mientras comía, las idas y venidas de su hija en el terreno de la ciudadela. Amaba con fuerza aquellos momentos, al tiempo que alimentaba parte de su alma vieja para rejuvenecerla por unos instantes. Sin embargo, Ánima no estaba allí.

—¿Ánima? ¿Ánima, estás en la biblioteca? —gritó el padre extrañado por la ausencia de su hija.

El alma joven pareció haber visto un fantasma cuando la voz de su padre pareció cortar, de un tajo, toda posibilidad de escape.

—¡Ay, ay, ay! Seguro que lo sabe. Ese anciano astuto ya me ha pillado. Pero ¿es que una no puede fugarse tranquila de esta prisión? ¿Tanto pido? —susurró una Ánima dramática encauzando su indignación hacia una de las montseras de la biblioteca, cuyos orificios simulaban un rostro perfectamente definido.

Tras el inicial silencio, mientras la joven ajustaba un asuntillo en aquel espacio del bastión, Ánima subió rápidamente hacia el despacho donde permanecía un extrañado padre.

—Dime, papá, ¿qué pasa? —preguntó disimuladamente.

—¿Qué trama usted desde tan temprano? —preguntó el padre intrigado.

—¡Nada! ¿Qué voy a tramar yo en esta prisión si su más celoso guardián no me permite modificar el curso de mis movimientos? —contestó la hija estratégicamente.

—Ahhh, pues debe saber, señorita encarcelada, que su guardián está al tanto de los hechos y que usted no ha salido afuera, como de costumbre, ni ha recogido el pago correspondiente a la recepción alimenticia. Le recuerdo que hoy recibe usted nueva mercancía. A menos que se haya desentendido de su labor como recepcionista de la ciudadela, espero que tenga una buena excusa para justificar los hechos que la acusan —hipotetizó el padre importunando la tranquilidad de la joven.

—Uuuuy, vamos a acabar muy mal usted y yo si pretende tenderme una trampa. A la injuria de su acusación solo me cabe responder que ha obviado un detalle extremadamente importante: ayer su hija se quedó hasta muy tarde leyendo uno de los libros de la biblioteca y quería terminarlo hoy, nada más —sentenció Ánima.

—¡Anda! ¿No será una Guía sobre cómo convivir con un viejo gruñón y no morir en el intento? —bromeó el padre, sorprendentemente.

—Ja, ja, ja. Muy gracioso —concluyó la hija con mirada de pocos amigos.

El anciano forzó una sonrisa que remataba su intento de chiste, enmascarando al mismo tiempo cierto arrepentimiento, aquel que surgía del miedo a alejar con su actitud el único tesoro que realmente le importaba en aquella ciudadela.


Amonio estaba desesperado; la impuntualidad de Ánima era, cuando menos, anormal. De repente, Ánima tocó el hombro del muchacho por detrás, proporcionándole semejante susto que hizo actuar a la gravedad en su sentido diametralmente opuesto, y la malicia de esta contra su pelo pareció darle unos instantes de tregua, asemejando su forma a la de un puerro.

—¿Cómo es posible? ¡¿Has saltado la muralla?! Ánima, esto no puede ser cierto —reaccionó el joven recogiendo parte del alma que exhaló en el susto.

—¡Lo he conseguido, Amonio! ¿No es fantástico? Toma —respondió la joven acercándole una de las hojas de cebolla pentagramadas, al mismo tiempo que entonaba una singular melodía:


Prisionera se hallaba y la luz no alcanzaba,

Ánima esperanzada, la salida anhelaba.

La música acebollada hizo acto de presencia

y su letra trajo el derribo de la barrera.

Espacio y tiempo no tienen cabida

si no es por esta canción, que encuentran su salida.


En ese momento, un atónito Amonio abrazó emocionado a Ánima, quien le indicó que observase lo que llevaba consigo, el ligero equipaje que marcaba su primer día en libertad.

—¡No doy crédito, Ánima! No entiendo nada, ¿cómo es posible que hayas salido sin un contrato? —preguntó Amonio buscando una explicación más exhaustiva y lógica.

—¿Sin un contrato? ¡Mira lo que tienes entre tus manos, incrédulo! Es nuestro contrato; quién nos iba a decir a ti y a mí que tu regalo tendría ese poder, ¡ni yo misma lo puedo creer! —explicó Ánima convincente.

Amonio le arrebató el papel de las manos y lo releyó con tanta intensidad que sus ojos corrían el grave peligro de salirse de sus órbitas. Allí estaba el aparente contrato que le facilitó a Ánima saltar la barrera y que le permitiría, de ahora en adelante, traspasar la temida foresta.

En efecto, mi querido espectador, ha leído usted bien: «aparente contrato». Pese a todo lo vivido hasta el momento, Amonio despertaba en Ánima un sentimiento extraño. Quizás era desconfianza, quizás era miedo, pues se trataba de la primera persona con la que ella había establecido un vínculo más allá del conocido afecto paternofilial. De este modo, y para crear una cierta seguridad en su camino hacia lo desconocido, Ánima dejó en la ciudadela de Null la auténtica partitura-contrato, llevando consigo una falsa copia. Su apariencia era llamativa, pues el falso contrato había sido escrito en el papel cebolla pentagramado que Amonio le regaló a Ánima. De esta forma, la estrategia de la joven quedaría disimulada bajo los efectos de la emoción generada en el joven al ver el espectacular uso que la chica le había dado a su regalo.


El padre de Ánima, extrañado por la tardanza de la joven recepcionista y con la última imagen retenida en la cabeza tras el diálogo mantenido hacía unos minutos, decidió salir hacia la muralla temiéndose lo peor. Ánima y Amonio, sorprendidos por el sonido de unas rápidas pisadas, corrieron bosque a través mientras el anciano llegaba a la escena del crimen.

—¿Ánima? ¡Ánimaaa, hija, ¿estás ahí?! —gritó.

Al no obtener respuesta alguna, el anciano corrió hacia las inmediaciones de la casa, donde tampoco obtuvo ninguna pista. Desesperado, el señor de Null curioseó a través de la grieta de la muralla, pero solo encontró más argumentos que promovían el emergente agobio.

Dominado por la rabia y la incredulidad del momento, arrugó con todas sus fuerzas el ceño, ya de por sí fruncido, y marchó inteligentemente hacia el último recuerdo que tenía de su hija.

El enfurecido padre atravesó los pasillos del bastión como si fuese un árbol en pleno proceso de enraizamiento y abrió la puerta de la biblioteca con una intensidad descomunal.

—Ahí está… —dijo para sí mirando la butaca de la biblioteca donde Ánima había dejado el contrato de su salida. La pista pondría un punto y aparte en el sufrimiento del desorientado señor de Null.

Aquella mecedora de largas siestas había vivenciado un sinfín de historias; desde un padre sosteniendo a una hija mientras le enseñaba sus primeros pasos en la lectura, hasta ese instante, perenne, en el que el mismo sujeto observaba con tristeza la posible y frígida despedida de su protegida. El repentino cambio sufrido por su rostro reveló la interpretación de una canción escrita en uno de los intocables papeles timbrados con la marca del Espacio-Tiempo.

La ciudadela será atemporal, mas no infinita, así que en ese momento se superaron sus límites cuando un padre, derrotado por la marcha inesperada de su hija, sollozó el corte del único lazo familiar que le quedaba.


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