El alma resiliente - Segunda parte
Segunda parte
Un día, la ciudadela de Null vio interrumpida su dinámica habitual cuando el arconte del Sello de la Cebolla no dio señales de vida ni presencia. El alma vieja de Null comenzó a experimentar en su carácter, áspero de por sí, una evolución hacia la disimulada desesperación. En cierto modo debía mantener la tranquilidad que lo definía, pues cualquier mínima alteración en esta aseguraría una diana de tiro para los dardos de la espabilada Ánima.
Hambrientos y desesperados por la ausencia palpable del aprovisionador de alimentos de Null, padre e hija se dispusieron a obtener una respuesta convincente dirigiéndose hacia la gran muralla. Acompañada por el ligero gruñido del agobiado padre (o de sus tripas), Ánima decidió observar, a través del pequeño resquebrajo presente en el muro, la ostentosa fronda situada fuera de este. De repente, una silueta oscura pareció acercarse con intensidad hasta las coordenadas marcadas por sus vívidos ojos, cuya expresividad pareciera atraer con fuerza nuevas noticias a la insípida ciudadela.
—¡Papá, papá! ¡Veo algo a lo lejos, y viene con fuerza! —exclamó una Ánima esperanzada.
—¿Con fuerza? Querrás decir con presteza o apresuramiento, señorita. La fuerza no puede ser visible ante tus ojos, pero sí puedes medir la rapidez con la que se acerca. Anda, aparta y déjame que observe aquello que dices ver a lo lejos antes de que la fuerza de tu entusiasmo termine por resquebrajar el muro —contestó un padre elocuente.
Tras unos segundos de breve pausa y del desplazamiento horizontal de sus cejas, consiguiendo una imagen perfecta de ceño fruncido, el padre de Ánima se dirigió a ella un tanto molesto por la pérdida de tiempo en la observación de la fantasiosa visión de su hija.
—Ánima, yo aquí no veo nada. El hambre creo que está cegando tu raciocinio, querida —refunfuñó el anciano mientras retiraba lentamente la cabeza de la grieta.
En ese preciso instante, la aparición de una voz masculina recobró las esperanzas y la cordura del alma joven, a la par que sobresaltó, como si de un fantasma se tratase, el espíritu mermado del alma vieja.
—¡Hoooolaaaaa! ¡Hoy es un fantástico día para hacer nuevos amigos! ¿Quiénes son los famosos habitantes de Null? —exclamó un joven impaciente.
—¡Pero qué insolencia es esta! ¡Y en mi propia muralla! —protestó el señor de Null al borde de un infarto.
—A ver, literato, hable con propiedad. Usted querrá decir, más bien, que la insolencia se ha producido en la grieta de su muralla. No le discuto que el título señorial de la presente ciudadela le permita el consecuente dominio del perímetro ladrillado, pero, criatura, la posesión de una grieta es un hecho inviable. La exactitud en la comunicación es un don con el que pocas personas cuentan. Quién lo diría. Con intervenciones tan desafortunadas como esta, usted podría quedar fuera de ese percentil —teorizó una avispada Ánima, aprovechando la ocasión.
Las sonoras respiraciones y los impulsos vocales del joven, situado al otro lado de la muralla, parecían anunciar su reciente participación en un imaginario maratón gardenio. Su capa dorada cubría las expectativas de ficción de cualquier novela de fantasía y aventuras, por no hablar de su alocado cabello, en el que la gravedad parecía actuar con malicia, generando una forma de cebolla muy peculiar.
Al chico le costó articular el inicio de su discurso hasta que el anciano, con un amago de infarto de miocardio, recuperó el aliento para sentenciar un categórico saludo en forma interrogante.
—¿Quién es usted y cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó el padre de Ánima.
—Soy Amonio, el hijo del arconte del Sello de la Cebolla —contestó Amonio inquieto—. Mis padres me han enviado hasta aquí, pues la enfermedad recién descubierta de mi progenitor le impide continuar con la labor realizada hasta el momento. He acogido la misión con honor y respon…
—Déjese de intentos fallidos de erudición y hábleme sin grandes elocuencias — interrumpió el padre de Ánima de manera autoritaria y con cierto retintín—. Lo que usted me quiere transmitir es que su padre ha contraído una enfermedad, por desgracia, y ahora usted, que dice ser su hijo, va a ser nuestro nuevo aprovisionador de comida. Debe saber, señorito, que su responsabilidad con nosotros queda limitada al mero intercambio de productos establecidos hasta la fecha. Su padre ha servido a esta ciudadela con la citada misión mucho antes de que usted pudiera llegar a generar la primera sinapsis neuronal. Espero, por su bien, que no malgaste la gran oportunidad que se le ha concedido. No todo el mundo tiene el privilegio de llamarse arconte, y está claro que ha debido de heredar semejante título; de lo contrario, yo estaría perdiendo mi tiempo con un farsante y usted temiendo por su recusable existencia. Procure no tiznar el legado de su progenitor con sus acciones, tal y como usted ha mencionado. ¿He hablado suficientemente claro, diáfano, transparente y directo?
—Sí, señor —respondió Amonio atónito—. ¿Sina qué? —dijo para sí.
—Ah, por cierto. Esta señorita es Ánima, mi hija. Muy probablemente establecerán ustedes dos un vínculo exclusivamente mercantil. Ella lo atenderá los días que yo, por causa de fuerza mayor, no pueda —añadió un padre con tono desafiante.
—¡Venga ya, papá! Estás asustando al pobre chiquillo —sentenció la hija tajantemente, para luego dirigirse al arconte cebollero—: ¡Hola, soy Ánima, encantada! ¿Qué traes en esa bolsa? —interceptó una Ánima apaciguadora, cambiando radicalmente de tema e intentando frenar las ansias de enfrentamiento de su padre.
—Pues… —intentó responder Amonio dubitativo—. Traigo lo que ustedes pidieron, según dijo mi padre. No sé si falta algo o si es…
—¿No sabe usted, señorito, si falta algo? —cortó el padre de Ánima con aparentes ganas de incordiar—. Qué deshonra para esta familia, y sobre todo para la suya. Deshonra para su sospechoso título de arconte, deshonra para el porvenir alimenticio de los que aquí nos hallamos, deshonra…
—¡Basta, papá! Creo que ya estás cruzando la línea del respeto y la buena educación —cortó, a su vez, una Ánima hastiada por la actitud de su padre.
Tras conocer al nuevo arconte del Sello de la Cebolla, las almas joven y vieja de la ciudadela de Null se despidieron mientras discutían la cesión de responsabilidad, esta vez en la figura de Ánima, de recibir el envío periódico de alimentos gardenios. En este sentido, el único motivo que desplazaba la balanza a favor de la propuesta de la joven residía en el alivio que supondría para su padre no volver a tener que cruzar palabra alguna con aquel impertinente chaval.
De esta manera, lo único que podía mermar la tensión generada por el citado encuentro se reducía a la preparación de la comida del día. Quizá porque en ese contexto eran pocas las palabras que cruzaban padre e hija; quizá porque la buena mano de Ánima en la cocina contribuía a apaciguar a la más terrible de entre todas las bestias… Fuera como fuera, estaba claro que aquellos eran los únicos momentos en los que el carácter indomable de Ánima y la oratoria pesante de su padre conseguían un equilibrio comunicativo donde la paz aparecía, aunque momentánea, en el hábitat natural de su convivencia.
Aquel día, más concretamente, podrá ser recordado en los anales de la historia; y no es para menos, pues hablamos de la única vez en la que no solo hubo una redacción de contrato en la que Ánima estuvo presente, sino que fue la mismísima alma joven de la ciudadela de Null quien redactó el aludido texto, sin que ello supusiera un cisma familiar.
Todo comenzó con la preparación de las tradicionales albóndigas vegetales en salsa que Ánima acostumbraba a cocinar, acompañadas de unas patatas bien guisaditas. Para ello, a la joven se le ocurrió espolvorear algunas especias sobre las bolitas que con sumo gusto había depositado sobre la encimera, generando un auténtico ejército albondiguil, tal y como ella solía llamar a su creación vegetal, consiguiendo su objetivo de crispar al alma vieja con la invención de nuevas palabras.
—Papá, ¡espera un momento! No cocines todavía las albóndigas, ¡tengo una idea! —exclamó Ánima emocionada.
—Pero, Áni… —contestó el hombre acompañando con un levantamiento de ceja (la derecha, para ser exactos).
Antes de que el padre de Ánima pudiera pronunciar su nombre, esta ya había abandonado la cocina. Su velocidad de escape fue tal, que en un abrir y cerrar de ojos había conseguido bajar a la biblioteca, situada en un plano subterráneo de aquel palacete, extraer las herramientas de su alocada invención (uno de los papeles sellados que su padre guardaba con recelo junto a una de las plumas situada en la mesita de escritorio), escribir un contrato y llegar a la cocina sin que el huraño señor hubiese abortado el plan en plena ejecución.
Conforme Ánima entró en la cocina exhibió, con cierto aire de desparpajo y preponderancia y muy orgullosa, su creación contractual:
«El alimento que toque este contrato envejecerá velozmente hasta hacerse polvo».
Para evitar un posible enfado colosal por parte de su padre, Ánima depositó el contrato en la encimera, colocando a su vez una cebolla sobre este. El poder del contrato fue abrumador. En tan solo un instante, la cebolla cambió su estado natural para transformarse en partículas minúsculas de polvo acebollado. Sorprendida, Ánima tomó con delicadeza el papel con ambas manos y espolvoreó el resultado contractual sobre las albóndigas. A su lado, un padre estupefacto observaba la escena sin dar crédito a lo que estaba aconteciendo ante sus ojos.
—¿Y bien, gran jefe? ¿Qué tiene usted que decirme ante mi maravilloso plan improvisado? —preguntó Ánima muy segura de sí misma.
Aquella fue una de las poquísimas ocasiones en las que el padre de la joven no dijo absolutamente nada. Sus pasos marcaron los coros del veredicto final ante una ejecución creativa e inédita por parte de su hija, a la par que sus gestos mostraron aquello que con palabras no quiso expresar. El gran jefe cogió unos cuantos granos de pimienta y los situó sobre el contrato. A continuación, procedió a hacer lo mismo con unas pocas ramas de albahaca, tomillo y un pimiento verde. La coreografía de sus acciones fue muy peculiar, como si una voluntad autómata hubiese tomado el control de su alma. El gesto final fue decisivo. El padre de Ánima cogió el contrato, lo colocó en un lugar privilegiado de la cocina y se dirigió a su hija, persuadiéndola para que continuase cocinando. La joven se quedó de una pieza, si bien sus ojos mostraron un sentimiento de euforia y emoción.
El suceso, por muy puntual que hubiese sido, señalaría un antes y un después. El padre de Ánima aceptó lo ocurrido, pues supo ver un beneficio a largo plazo que, en cierto modo, no supondría una amenaza en el mantenimiento de las reglas y el equilibrio de la ciudadela de Null.
Para el anciano, la escritura de los contratos no era ningún juego. Ánima sabía perfectamente que los papeles ya sellados solo podían ser usados por su progenitor o, en caso de extrema urgencia, por ella misma bajo los dictámenes verbales y la supervisión de su padre. Sin embargo, el jefazo olvidó un pequeño detalle en su sonoro silencio: la aplicación tácita de uno de los grandes clásicos refraneros. «Quien calla, otorga».
Aquel día, sin quererlo, el alma vieja de Null no fue consciente de la autonomía que le había otorgado a la joven gracias a la ausencia de reproche en el uso de los intocables papeles timbrados, todos portadores del admirable Sello del Espacio-Tiempo.
A la mañana siguiente, Ánima se percató de la llegada de Amonio gracias a la alteración sonora ambiental, pues el señor de Null comenzó a emitir unos quejidos muy particulares (quizás era su tracto intestinal haciendo lo propio, otra vez).
—Ánima, no es conveniente que una señorita como tú reciba a un chaval que dice llamarse arconte. Creo que lo mejor será que yo lo reciba —advirtió un padre preocupado.
—A ver, señor «yo-controlo-todo-lo-que-sucede-aquí». No sé si es que el perpetuo estado de encarcelamiento no solo me está afectando a mí, pero el otro día usted aceptó, a regañadientes, cederme semejante responsabilidad. Además, la fortaleza en la que usted me tiene encerrada es un lugar seguro, donde nadie, absolutamente nadie (a excepción de nosotros), podría llegar a entrar, ¿cierto? Amonio es el hijo del antiguo repartidor, y durante todo este tiempo la fidelidad y la tranquilidad han estado siempre presentes. ¿No crees que es hora de darle la oportunidad a un nuevo casi-inquilino de nuestro palacio? Y digo casi-inquilino porque te recuerdo que… No sé… Hay algo así como UNA GRAN MURALLA QUE ME LIMITA CUALQUIER INTENTO DE ACERCAMIENTO —gritó Ánima alterada por la desconfianza de su padre.
—Exageras, pequeña rebelde. Está bien, está bien. Adelante, pero recuerda y ten muy presente que esto no es ningún juego de adolescentes hormonados; tienes por delante una gran responsabilidad, pues estoy delegando en ti la función de recibir a la única persona con permiso de atravesar el inaccesible bosque hasta llegar a nuestro lugar seguro —finalizó un padre poco conforme.
A media mañana, Ánima se dirigió a la muralla con el fin de recibir a Amonio. De repente, la difusa silueta de una capa dinamizada por el viento comenzó a adquirir mayor nitidez, conforme recortaba distancias respecto a la barrera fronteriza.
—Puaj, ¡qué asco! —exclamó Ánima abiertamente.
—¡Anda, Ánima! Yo también me alegro de verte. Entiendo que el encuentro de ayer fue un poco extraño, pero ¿tanto como para producirte una arcada? —respondió Amonio molesto.
—No, no, no. Malinterpretas mis palabras, ¡me alegro mucho de verte nuevamente! Pero hay un olor en esta zona que me resulta repulsivo —contestó Ánima preocupada.
—Vaya. Mi madre dice que deben de ser los jícaros de Gardenia; están comenzando a florecer, y eso puede intensificar su olor —especuló Amonio.
—¡Debe de ser eso! Intentaré traerme algo la próxima vez para que la bomba fétida no acabe con mi olfato. En cualquier caso… Vaya, vaya, tengo el honor de encontrarme con el reciente arconte del Sello de la Cebolla —lo aduló la joven.
—¡Pues sííííí, el mismo! Y como bien sabes, eso me convierte en el nuevo repartidor. Estoy encantado de conocerte. Ayer el encuentro me supo a poco. De hecho, no esperaba tu recibimiento y venía algo preocupado por la reacción de tu padre. Creo que no le caí muy en gracia —comentó el joven con tristeza.
—¡Anda, anda! Déjate de lamentaciones porque a partir de ahora no tendrás que prevenir más enfrentas. ¡Yo seré la recepcionista de la ciudadela de Null! —exclamó Ánima con alegría.
Tras un inicial intercambio de impresiones y algunos diálogos añadidos con fluidez, la afinidad entre Amonio y Ánima pareció asentar sus primeras raíces. De esta forma, la grieta inició un ligero proceso de desaparición, o más bien, de ensanchamiento, para que la muralla dejase de suponer un impedimento en su acercamiento, a la par que se construía un lazo fraternal entre ambos.
Comentarios